viernes, 27 de enero de 2017

¿Son necesarias las etiquetas?

   
Enmarcar la belleza. Félix Prieto, Lucía. (Álora, Málaga; 2017).


   Estamos obsesionados con poner(nos) etiquetas. En esta sociedad, desde que nacemos ya nos asignan una etiqueta determinada. "¿Es niña? ¿O niño?"(¡No vaya a ser un alienígena!). "Pero qué niña más guapa tienes". "¡Vamos a comprarle un pijamita rosa! ¡Y una cuna rosa! ¡Y un chupete rosa!". La niña se hace mayor. Le regalan muñecas, y posteriormente vestidos, tacones, la apuntan a clases de baile (de forma forzada), la enseñan a depilarse y a pintarse, a sacarse partido a su explosiva feminidad... Pero, ¿qué ocurre cuando esa niña crece y se da cuenta de que no encaja en la etiqueta que le han asignado? ¿Que no es el producto perfecto y femenino que intentaban crear? Que cuando le regalaban muñecas, ella quería videojuegos; que siempre ha odiado la depilación y maquillarse, porque opina que es una pérdida de tiempo; que es horriblemente patosa para el baile y lo odiaba, y que hubiera preferido apuntarse a algún deporte, como el atletismo. La niña calla, calla y retiene, para evitar el conflicto. Porque quizás no encaja en el rol del género femenino que le fue asignado al nacer, pero oculta esta insatisfacción, ya que conllevaría el aislamiento, la apartaría de sus seres queridos. Porque incluso puede que no se considere mujer, sino que se identifique como hombre, o como ambos, o como ninguno de ellos. Quizás solo quiere ser ella misma. Quizás solo quiere ser una persona.

   Cada vez que leo más acerca del tema, me encuentro con millones y millones de etiquetas nuevas, en cuanto a géneros, sexualidades, tipos de personalidad... Formas de clasificar a una persona según sea de una forma u otra. Aunque el propósito pueda ser considerado bueno y válido, quizás deberíamos analizar el trasfondo. Estamos subordinándonos a ser marionetas del sistema; porque, si lo pensáis un poco, etiquetar... Se etiqueta a los productos. Les conviene que estemos preocupados por "definirnos", por saber en qué cajón meternos, mientras ellos hacen con el mundo lo que les conviene. Y, en cierto modo, les favorece el individualismo que nos invade. Claro que les favorece. Porque, muchas veces, el hecho de centrarnos tanto en nosotros mismos, en quiénes somos y qué somos, nos hace olvidar que hay mundo más allá de nosotros, y que quizás todo iría algo mejor si dejáramos de preocuparnos por encontrar nuestra etiqueta, con la que marcarnos de por vida, y nos empezáramos a interesar por asuntos que abarcan al resto de seres. Puede que no seamos tan importantes como pensamos, al fin y al cabo, y que la clave no esté en adscribirnos a un grupo de la sociedad, en unirnos a uno de los diferentes subgrupos de la masa, sino a luchar en conjunto por un mundo mejor.

  Sin embargo, voy a contradecirme a lo señalado anteriormente. Admito que, muy a nuestro pesar, las etiquetas son necesarias en un sistema como el nuestro: heteropatriarcal, capacitista, especista..., donde etiquetarse supone adscribirse a una lucha que motiva el cambio. No obstante, etiquetarse también significa limitarse. Todo sería mucho más sencillo si simplemente pudiéramos ser nosotros mismos, sin necesidad de encasillarnos en un rol o característica determinados. Por ello, hemos de luchar por eliminar los roles de género, el etiquetado inconsciente pero forzado, el "si te consideras 'x', debes ser de tal forma", la estúpida necesidad de atribuirnos cualidades que tal vez no tenemos por tal de encajar. Crear un sistema tolerante en el que cada persona puede ser exactamente como quiera ser, sin ser discriminado por ello, ni necesitar clasificarse como 'x' o como 'y'. Cada persona es un mundo, un mundo complejo y apasionante, imposible de catalogar en un tipo determinado.

   Deseo, espero y creo firmemente que llegará un día en el que las etiquetas no nos hagan falta, y que podamos hablar de nosotros como personas, seres individuales y completos, aun con la dificultad que eso suponga. Y poder decir:

Hola, soy Lucía, mujer, cisgénero y bisexual, encantada. 
Hola, soy Lucía, una persona que se enamora de personas, encantada.

miércoles, 25 de enero de 2017

Las palabras (no) se las lleva el viento


Florecer. Félix Prieto, Lucía. (Álora, Málaga; 2017).


   Imagina que te proponen que cierres los ojos, que te concentres y relajes, sumergiéndote en tu propio mundo de pensamientos. Entonces, imagina que te plantean que vuelvas al momento en el que alguien pronunció palabras hirientes en tu contra, que calaron en lo más hondo de ti. Sí, piensa en esas palabras, aunque duelan (y no precisamente poco). Lo notas, ¿verdad? Es como si esas insignificantes palabras se hubieran quedado clavadas en tu memoria, como si aún pudieras sentir el daño que te ocasionaron. Ahora, imagina que te plantean exactamente la situación contraria, y que debes recurrir al recuerdo de palabras que te hicieron feliz, que en el transcurso de dicho discurso te hicieron sentir una persona afortunada. Sí, veo la sonrisilla tímida que se dibuja en tu rostro. Es increíble el efecto duradero de las palabras...

   Es triste darse cuenta de las mil y una palabras que se quedan sin decir, aunque detrás de ellas haya existido el motor que trataba de impulsarlas. Llámalo deseo, llámalo ganas, llámalo amor... Llámalo como quieras. Seguro que también puedes pensar en una situación en la que las palabras se hayan refugiado, tímidas, en tu garganta, y tus cuerdas vocales no hayan podido generar los vocablos del miedo. ¿Por qué sucede esto? Porque pensamos en términos de imposibles en vez de improbables. Pensamos que no somos lo suficientemente buenos, lo suficientemente guapos, lo suficientemente listos... Lo pensamos tanto, que acabamos siendo suficientemente idiotas. ¿Qué es lo que marca qué es "suficiente" y qué no? O, mejor dicho, ¿quién? La respuesta correcta es: tú mismo. 

   Es cierto que no somos únicos en el mundo, pero también es cierto que no hay nadie como nosotros. Suena a paradoja, y en cierto modo lo es. Pero estoy segura de que nadie, en este mismo momento, está sintiendo lo que yo siento, ni ha vivido lo que yo he vivido, ni guarda las palabras que guardo yo, y que en este momento estoy dejando al descubierto. Por ello, todos debemos pronunciar nuestras palabras. En toda clase de situaciones. La comunicación es poderosa, y es nuestra mejor arma. Decid todo lo que llevéis dentro, venced vuestros miedos, vuestra indecisión... Y dejad que venzan las ganas. Todos tenemos algo que decir.

Al final, todo se trata de eso: palabras. Pero... ¿Las palabras no se las llevaba el viento? 
Y una mierda.

Gracias, Jesús.

jueves, 19 de enero de 2017

La interpretación de los sueños


La noche más oscura. Félix Prieto, Lucía. (Roma, Italia; 2016).


   Haciendo honor al título de mi blog, El viaje onírico del pensamiento, he decidido escribir una entrada que nada tiene que ver con lo anteriormente publicado. Hoy vengo a hablar de sueños. Pero no de sueños en cuanto a su acepción más utilizada, que tiene que ver con los deseos vitales de cada uno; sino con su significado más abstracto, con ese conjunto de situaciones que "vivimos" mientras nos encontramos entre los brazos de Morfeo. 

   El adjetivo 'onírico', del griego ὄνειρος, (óneiros),"sueños", designa a todo aquello vinculado a las imágenes, sonidos, situaciones... que experimentamos cuando soñamos, al dormir. En otras palabras, como lo definiría la RAE, los 'sucesos o imágenes que se representan en la fantasía de alguien mientras duerme'. En todo momento se habla de fantasías y no de vivencias, pero... ¿Dónde se encuentra realmente el límite entre lo real y lo onírico?

   Quizás esto no sean más que los delirios de una loca freudiana, pero apoyo profundamente la tesis defendida por el padre del psicoanálisis, quien afirmaba que los sueños no son sino manifestaciones de las emociones enterradas en el subconsciente. Según él, todo lo que reflejamos en los sueños son deseos que quizás ni siquiera sabemos que poseemos, anhelos reprimidos, frustraciones, miedos, 'deformaciones oníricas' de todo aquello que nuestro subconsciente ansía o teme. Cada sueño, por extravagante que parezca, aunque se asemeje a un supuesto sinsentido, posee su significado, que podemos obtener a través del análisis y del "método descifrador"; y así lo refleja Sigmund Freud en su célebre obra La Interpretación de los Sueños.

   ¿Y si los sueños no fueran solo sueños? Provienen del subconsciente, de nuestro otro "yo", de un extraño en nuestra propia mente, un nivel de nosotros mismos que no llegaremos nunca a alcanzar. ¿Y si se tratase de recuerdos reprimidos, en ciertas ocasiones, lo que proyectamos mientras dormimos? Esta es mi aportación a la propuesta de Freud. Sería muy posible el hecho de que se nos quiera mostrar aquello que no queremos saber o recordar de nosotros mismos. Es probable que no se trate de las situaciones exactamente como las percibimos cuando soñamos, pero también lo es pensar que los sentimientos (porque sí, en los sueños también sentimos), reacciones o personas y formas de actuar que se nos presentan pueden ser calificados como reales.

   Hoy me he despertado llorando (y no me refiero a unas escasas lágrimas, no). Me he despertado de golpe de un sueño doloroso que parecía tan real que daba miedo. Y es que mis sueños siempre son muy reales, como si de recuerdos que mi mente proyectase se tratara, no de fantasías que mi subconsciente decida trastocar. Además, mis sueños son lúcidos, es decir, puedo interactuar en ellos y decidir qué hacer y qué evitar, así como seleccionar el momento exacto para que desaparezcan. Sobra decir que el hecho de que parezcan tan reales no es sino una tortura cuando se convierten en pesadillas. 

   Pero, a pesar de que comparta fielmente la opinión de Freud acerca de que los sueños tienen más de sueños que de realidad, por muchas manifestaciones del subconsciente que sugieran, no puedo evitar sentirme inquieta a la hora de interpretar lo "vivido".

Al fin y al cabo, son solo sueños... Pero quién sabe si algún día podrían hacerse realidad. O quizás ya lo hayan sido.

sábado, 14 de enero de 2017

"Vida, dulce trampa mortal"


Alarma de autodesconocimiento. Félix Prieto, Lucía. (Málaga, 2016).


   Todos los seres humanos poseemos una tendencia natural a optar por la autodestrucción. De entre los miles de caminos que podemos escoger, nos inclinamos por la opción que más daño es posible que nos haga. Y lo sabemos, claro que lo sabemos; pero nos decantamos por ello de igual manera. ¿Qué sentido tiene? Ninguno. ¿Somos estúpidos por naturaleza, entonces? Lo dudo. Lo que ocurre es que resultamos ser lo suficientemente ingenuos como para nublar dicha opción nociva, autoconvenciéndonos de que quizás sea lo que debemos hacer; lo que realmente queremos, lo que pensamos que va a poder hacernos felices... No obstante, como ya sabemos de sobra, el dolor y la felicidad no son sentimientos compatibles. Esta última se define como la ausencia de aflicciones; y es, por tanto, antónima del sufrimiento. Pero qué cabeza tan mórbida la nuestra, que decide castigarnos por permanecer semidormidos.

   De repente llega un día en el que miras "tu reflejo" en el espejo y no te reconoces. "¿Quién es este que se ha apoderado de mi cuerpo?". Te sientes desconcertado, deshecho, confundido... "Yo no soy lo que el cristal me muestra", afirmas rotundamente, asustado. Tus ojos lucen derrotados, arropados por unas oscuras ojeras que evidencian el cansancio que arrastras. Tu piel ha perdido color, suavidad... Luz, esa luz de la energía que tanto te caracterizaba. Ahora está mucho más pálida y tersa, más apagada..., como tu luz, igual de extinta.

   Entonces te preguntas qué ha podido suceder... Y en ese mismo instante lo sabes. Sabes que la única causa de extinción has sido tú mismo. Emergen en tu memoria recuerdos de aquellos momentos en los que decidiste darte por vencido aun sabiendo que existía la posibilidad lejana de éxito, por muy mínima que fuera; todas esas veces en las que te odiaste, porque aquello que querías (y que pensabas que necesitabas) estaba "fuera de tu alcance". Cuando tu única solución o vía de escape era el alcohol, beber hasta dejar de ser consciente de tu propia existencia, camuflar momentáneamente tu insatisfacción y tristeza y dejar de recordar quién eras y cuál era tu vida... Todo, todo ello para nada. Para olvidar lo ineludible... Menuda táctica de mierda, con perdón de la vulgar expresión.

   Pero eres consciente de algo más: esto no te ocurre solo a ti. Estás rodeado de máscaras, tras las que se esconden sustancias inertes, quebrantos de ilusiones, humo que se disipa. Todo, o casi todo el mundo a tu alrededor constantemente recurre a vanos procedimientos como los tuyos. Unos se refugian en relaciones tóxicas, otros se aíslan, muchos se entierran bajo sustancias nocivas, drogas de la calamidad. Cada uno de ellos se encierra en su propia burbuja, demasiado atemorizados como para enfrentarse al mundo, que los desafía con garras... La vieja tortura de la inconsciencia. Novios de la muerte.

   Y yo me pregunto: ¿por qué no reivindicar formas de evasión tan bonitas como un abrazo, en vez de entregarnos a armas sutiles de destrucción masiva? Nosotros y nuestra maldita manía de autodestruirnos. Luchemos contra nuestros instintos suicidas.